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jueves, 18 de junio de 2015

NUESTROS CUADROS DE LA ALEGRÍA

NUESTROS CUADROS DE LA ALEGRÍA







Mireia y su aire acondicionado

El invento de nuestra compañera Mireia 


Mireia hace  los agujeros para colocar los tubos donde saldrá el aire fresco
El invento está acabado y así quedó
Mireia corta los tubos a la medida correcta
Mireia coloca la silicona caliente para el ventilador
                                                                                                   

lunes, 15 de junio de 2015

INGLÉS 4º Cualquier libro de vacaciones de inglés puede ser válido para repasar la asignatura. -Holiday World 4. Primaria 4º. Editorial Macmillan. -Super Summer 4. Primaria 4º. Vacaciones Santillana. -Holiday English. Primaria 4º. Editorial Oxford. Son también aconsejables los libros de lectura de Macmillan Children´s Reader. Primary 4º. (cualquier título) -New Year´s Eve. -Dogs / The big show. -What´s that noise? -Football Crazy / What a goal! -Elephants. -Making music / The talent Contest. -Riverboat Bill. -Light, camera, action! / On location. ¡FELIZ VERANO!

sábado, 13 de junio de 2015

Queridos niños y niñas de 4ºA del CEIP Francisco de Goya, con el objetivo de que durante las vacaciones repaséis los contenidos de cuarto os dejo actividades de repaso que os podéis descargar e imprimir. El primer cuaderno consta de una lectura con su respectiva comprensión y repaso de todos los contenidos de matemáticas. El segundo es un cuaderno multidisciplinar, tiene un poco de todo. El tercero es más específico de matemáticas. Espero que tengáis un feliz verano, que disfrutéis de las merecidas vacaciones y que el curso que viene, aunque ya solo os veré mas o menos entre pasillos os vaya fantásticamente bien. Me he divertido mucho con todos vosotros y espero que también para vosotros haya sido una experiencia divertida la que hemos compartido estos dos cursos que hemos estado juntos. Recordad que siempre estaré en mi clase, esperándoos para lo que necesitéis. Besos

Tarea de vacaciones

Tarea de vacaciones

lunes, 8 de junio de 2015


Este es el guion para el trabajo


1.      EL NOMBRE DEL INVENTO
2.      ¿QUIÉN LO INVENTÓ?
3.      AÑO, ¿CUÁNDO? ¿DÓNDE?
4.      PARA QUÉ SIRVE
5.      ¿CON QUÉ MATERIAL ESTÁ HECHO?
6.      ¿CON QUÉ FUNCIONA?
7.      ¿CÓMO FUNCIONA?
8.      VENTAJAS, INCONVENIENTES Y CURIOSIDADES
9.      EN QUÉ NOS HA CAMBIADO LA VIDA
10.  CÓMO HA CAMBIADO EL INVENTO A LO LARGO DE LOS AÑOS

Se puede realizar en una presentación de power point, realizar una maqueta ....

jueves, 4 de junio de 2015

Carpe Diem - Animação de Dimitri Kozma

EL ≈ PEZ ≈ FELIZ - Large Version



Hoy quiero poner una obra, pero en este caso no un libro sino un cortometraje maravilloso, que fue premio al mejor cortometraje animado de la LVI edición del Festival de cine de Berlín.

jueves, 14 de mayo de 2015

Los Dioses Egipcios

LOS DIOSES EGIPCIOS NOS VISITAN
Nuestro compañero Carlos nos trajo de visita los dioses egipcios: Ra, Anubis, Atón, Osiris, etc. Además nos trajo un papiro antiguo egipcio y un sarcófago. Vimos las caras de animales de cada dios… ¡y todos eran raros! Algunos tenían en la mano un bastón representando su cara-animal. También nuestros compañeros Alba y Francisco nos trajeron libros explicativos sobre el Egipto reinado por faraones y aprendimos un montón de cosas.

martes, 21 de abril de 2015

EXPERIENCIAS GOYESCAS: las huellas del pasado

EXPERIENCIAS GOYESCAS: las huellas del pasado

Excursion al Toyo Aventura

LOS NIÑOS/AS DE 4º DISFRUTARON DE UN DIA AL AIRE LIBRE El día 21 de Abril de 2015 los niños/as de tercero y cuarto realizaron una excursión al Toyo-Aventura. Hicieron tiro con arco, cuidado de animales, tirolina, juegos de orientación, hinchables, toro mecánico...Se lo pasaron genial!!!!!

miércoles, 15 de abril de 2015

Capitulo 19 de MOMO

Capitulo XIX Los encerrados han de decidirse Hablaba una voz suave. Momo salió lentamente de la profundidad de su sueño. Se sentía refrescada y descansada de modo maravilloso. —La niña no tiene la culpa —oyó decir a la voz—, pero tú, “Casiopea”, ¿por qué lo has hecho? Momo abrió los ojos. Junto a la mesita, delante del sofá, estaba sentado el maestro “Hora”. Miraba con cara apesadumbrada hacia el suelo, donde estaba la tortuga. —¿No podías imaginarte que los hombres grises os seguirían? “Sólo preveo”, apareció en el caparazón de la tortuga, “No medito”. El maestro “hora” movió la cabeza, suspirando. —¡Ay, “Casiopea”! A veces eres un enigma incluso para mí. Momo se sentó. —¡Ajá! Nuestra pequeña Momo ha despertado —dijo, amablemente, el maestro “Hora”—. Espero que te encuentres bien. —Muy bien, gracias —contestó Momo—. Perdona que me haya dormido aquí. —No te preocupes —contestó el maestro “Hora”—. Está bien. No hace falta que me digas nada. En la medida en que no lo haya observado yo mismo por las gafas de visión total, “Casiopea” me lo ha contado todo. —¿Y qué hay de los hombres grises? —preguntó Momo. El maestro “Hora” sacó del bolsillo un gran pañuelo azul. —Nos sitian. Han rodeado totalmente la casa de “Ninguna Parte”. Hasta donde pueden acercarse, claro. —No pueden entrar aquí, ¿verdad? —preguntó Momo. El maestro “Hora” se sonó. —No. Tú misma has visto cómo se disuelven en la nada en cuanto pisan la calle de “Jamás”. —¿Y cómo es eso? —quiso saber Momo. —Es por la aspiración del tiempo —contestó el maestro “Hora”—. Sabes que allí hay que hacerlo todo al revés, ¿no? Y es que alrededor de la casa de “Ninguna Parte”, el tiempo corre al revés. Normalmente, el tiempo entra en ti. Por tener cada vez más tiempo dentro de ti, envejeces. Pero en la calle de “Jamás”, el tiempo sale de ti. Se puede decir que te has vuelto más joven mientras la recorrías. No mucho, sólo el tiempo que tardabas en recorrerla. —No me he dado cuenta de nada —dijo Momo, sorprendida. —Claro —explicó el maestro “Hora”, sonriendo—; para un hombre, apenas significa nada, porque es muchas cosas más, además del tiempo que hay en él. Pero con los hombres grises es otra cosa. Sólo se componen del tiempo robado. Y éste se les escapa en un instante si entran en la aspiración del tiempo, igual que el aire de un globo pinchado. Pero del globo queda, por lo menos, la funda; de ellos, nada. Momo pensaba concentradamente. Al cabo de un rato preguntó: —¿No se podría hacer correr al revés todo el tiempo? Sólo por un ratito, claro. Todos los hombres serían un poco más jóvenes, pero eso no importaría. Pero los ladrones de tiempo se disolverían en la nada. El maestro “Hora” sonrió. —Sería bonito. Pero no va. Las dos corrientes se mantienen en equilibrio. Si se elimina la una, desaparece la otra. Entonces no habría tiempo... Calló y se subió a la frente las gafas de visión total. —Esto quiere decir... —murmuró, se levantó, y recorrió algunas veces, pensativo, la salita. Momo le observaba, tensa, y también “Casiopea” le seguía con la vista. Finalmente se sentó de nuevo y miró, atento, a Momo. —Me has dado una idea —dijo—, pero el llevarla a la práctica no depende sólo de mí. Se dirigió a la tortuga, que seguía a sus pies: —”Casiopea”, querida, ¿qué crees que es lo mejor que se puede hacer durante el asedio? “Desayunar”, fue la respuesta que apareció en el caparazón. —Sí —dijo el maestro “Hora”—, no es mala idea. Al momento estaba puesta la mesa. ¿O acaso ya lo había estado todo el tiempo, sin que Momo se hubiera dado cuenta? En cualquier caso, ahí volvían a estar las tacitas de oro y todo el resto del desayuno: la jarrita del chocolate humeante, la miel, la mantequilla y los panecillos tiernos. En el tiempo transcurrido, Momo había recordado con frecuencia estas deliciosas cosas y comenzó, en seguida, a comer a dos carrillos. Y esta vez le gustó más aún que la primera. Por cierto que esta vez también el maestro “Hora” comió con apetito. —Quieren —dijo Momo al ratito, masticando con entusiasmo— que les des todo el tiempo de todos los hombres. Pero no lo harás, ¿verdad? —No, Momo —contestó el maestro “Hora”—, no lo haré nunca. El tiempo ha comenzado una vez y acabará una vez, cuando los hombres no lo necesiten más. De mí, los hombres grises no recibirán el más breve instante. —Pero dicen —prosiguió Momo— que pueden obligarte. —Antes de que sigamos hablando de ello —dijo, serio—, quisiera que los vieras tú misma. Se quitó las gafas de oro y se las pasó a Momo, que se las puso. Al principio vio de nuevo los torbellinos de formas y colores, que le daban mareos, como la primera vez. Pero esta vez pasó pronto. Al cabo de un momento sus ojos ya se habían adaptado a la visión total. ¡Y ahora vio el ejército de sitiadores! Los hombres grises estaban, codo con codo, en una hilera interminable. No sólo estaban ante la calle de “Jamás”, sino en un gran círculo que se tendía a través del barrio de las casas blancas y cuyo centro era la casa de “Ninguna Parte”. Estaban totalmente rodeados. Pero entonces Momo se dio cuenta de otra cosa más, algo raro. Primero creyó que los cristales de las gafas de visión total estaban algo empañados, o que todavía no sabía mirar bien, porque una niebla gris hacía que los hombres grises se vieran como desvaídos. Pero entonces comprendió que esa niebla no tenía nada que ver con las gafas ni con sus ojos, sino que nacía allí, en la calle. En algunos lugares ya era densa y opaca, en otros sólo empezaba a formarse. Los hombres grises estaban inmóviles. Cada uno llevaba, como siempre, su bombín, su cartera y, en la boca, humeaba el pequeño cigarro gris. Pero las nubes de humo no se difuminaban, tal como lo hacían en el aire normal. Aquí, donde no se movía el más leve viento, en este aire vítreo, el humo se tendía como espesas telarañas, se arrastraba por las calles, subía por las fachadas de las casas blancas y se tendía en largas banderas de balcón a balcón. Se reunía en jirones repugnantes, azul—verdosos, que se apilaban cada vez a mayor altura y rodeaban la casa de “Ninguna Parte” con una muralla que crecía sin parar. Momo vio también que de vez en cuando llegaban hombres grises nuevos, que se colocaban en la hilera y relevaban a otros. Pero, ¿por qué hacían eso? ¿Qué plan tenían los ladrones de tiempo? Se quitó las gafas y miró interrogadora al maestro “Hora”. —¿Has visto bastante? —preguntó éste—. Entonces, devuélveme las gafas. Mientras él se las ponía, prosiguió: —Has preguntado si me pueden obligar. A mí no pueden alcanzarme. Pero pueden causarles a los hombres un daño mayor que todo lo que han hecho hasta ahora. Con eso intentan hacerme chantaje. —¿Algo peor? —preguntó Momo, asustada. El maestro “Hora” asintió: —Yo adjudico su tiempo a cada hombre. Contra eso no pueden hacer nada los hombres grises. Tampoco pueden detener el tiempo que yo envío. Pero pueden envenenarlo. —¿Envenenar el tiempo? —preguntó Momo, espantada. —Con el humo de sus cigarros —explicó el maestro “Hora”—. Te dije una vez que cada hombre posee un templo dorado del tiempo porque tiene corazón. Si los hombres permiten la entrada en él de los hombres grises, éstos consiguen hacerse con más y más de aquellas flores. Pero las flores horarias arrancadas del corazón de un hombre no pueden morir, porque no se han marchitado de verdad. Pero tampoco pueden vivir, porque están separadas de su verdadero propietario. Con todas las fibras de su ser tienden a volver al hombre al que pertenecen. Momo escuchaba, sin aliento. —Has de saber, Momo, que también el mal tiene su secreto. No sé dónde guardan los hombres grises las flores horarias robadas. Sólo sé que las congelan mediante su propio frío, hasta que las flores se quedan rígidas como copas de cristal. Esto les impide volver. En algún lugar, bajo suelo, debe haber unos almacenes enormes, donde está todo el tiempo congelado. Pero ni aun así mueren las flores horarias. Las mejillas de Momo empezaron a brillar de enfado. —Los hombres grises se aprovisionan en estos almacenes. Les arrancan los pétalos a las flores horarias, hasta que se vuelven grises y duras. Con eso se hacen sus pequeños cigarros. Pero hasta este momento todavía queda un poco de vida en los pétalos. Y el tiempo vivo es indigerible para los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los fuman. Porque sólo en el humo está totalmente muerto el tiempo. Y de ese tiempo muerto viven. Momo se había levantado. —¡Ah! —exclamó—. Todo ese tiempo muerto... —Sí. Esa muralla de humo que están haciendo crecer alrededor de la casa de “Ninguna Parte”, se compone de tiempo muerto. Todavía queda cielo abierto suficiente, todavía puedo hacerles llegar a los hombres su tiempo no contaminado. Pero cuando la campana de humo se haya cerrado a nuestro alrededor y encima de nosotros, en cada hora que yo envíe se mezclará un poco del tiempo muerto, fantasmal, de los hombres grises. Y cuando los hombres lo reciban, enfermarán de muerte. Momo miraba fijamente al maestro “Hora”. En voz baja preguntó: —¿Qué enfermedad es ésa? —Al principio apenas se nota. Un día, ya no se tiene ganas de hacer nada. Nada le interesa a uno, se aburre. Y esa desgana no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace peor de día en día, de semana en semana. Uno se siente cada vez más descontento, más vacío, más insatisfecho con uno mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este sentimiento y ya no se siente nada. Uno se vuelve totalmente indiferente y gris, todo el mundo parece extraño y ya no importa nada. Ya no hay ira ni entusiasmo, uno ya no puede alegrarse ni entristecerse, se olvida de reír y llorar. Entonces se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la enfermedad es incurable. Ya no hay retorno. Se corre de un lado a otro con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno igual que los propios hombres grises. Se es uno de ellos. Esta enfermedad se llama aburrimiento mortal. Momo sintió un escalofrío. —Y si no le das el tiempo de todos los hombres —preguntó—, ¿harán que todos los hombres se vuelvan como ellos? —Sí —contestó el maestro “Hora”—. Con eso quieren chantajearme. Se levantó y se volvió. —Hasta ahora he esperado que los hombres hicieran alguna cosa por su propia cuenta para librarse de estos parásitos. Habrían podido hacerlo, porque ellos mismos han ayudado a darles la existencia. Pero ahora no puedo esperar más. Tengo que hacer algo. Pero no puedo hacerlo solo. Miró a Momo. —¿Quieres ayudarme? —Sí —susurró Momo. —Tengo que enviarte a un peligro que no se puede calibrar siquiera —dijo el maestro “Hora”—, y dependerá de ti, Momo, el que el mundo se quede parado para siempre o vuelva a cobrar vida. ¿Querrás atreverte? —Sí —repitió Momo, y esta vez su voz sonó firme. —Entonces —dijo el maestro “Hora”—, presta mucha atención a lo que te digo, porque estarás totalmemte sola y yo no podré ayudarte más. Ni yo ni nadie. Momo asintió y miró al maestro “Hora” con gran atención. —Has de saber —empezó— que yo nunca duermo. Si yo durmiera, se acabaría, en el mismo instante, todo el tiempo. El mundo se pararía. Pero si no hay tiempo, los hombres grises ya no pueden robar a nadie. Cierto que pueden seguir existiendo un rato, porque tienen grandes reservas de tiempo. Pero cuando éstas se hayan consumido, se disolverán en la nada. —Pero entonces —opinó Momo—, es muy sencillo. —Por desgracia, no es tan sencillo; por eso necesito tu ayuda, mi niña. Porque si no hay más tiempo, yo tampoco puedo volver a despertar. Con eso, el mundo se quedaría quieto y rígido por toda la eternidad. Pero tengo la facultad, Momo, de darte a ti, sólo a ti, una flor horaria. Pero sólo una, porque sólo florece una cada vez. Así que, cuando se hubiera acabado todo el tiempo del mundo, tú todavía tendrías una hora. —Pero entonces podría despertarte —dijo Momo. —Con eso sólo —opuso el maestro “Hora”, no habríamos conseguido nada, porque las provisiones de los hombres grises son mucho mayores. En una sola hora no habrían gastado apenas nada de ellas. Todavía existirían. Los problemas que has de resolver son mucho mayores. En cuanto los hombres grises se den cuenta de que se ha acabado el tiempo —y se darán cuenta pronto, porque se quedarán sin aprovisionamiento de cigarros— levantarán el sitio y correrán hacia sus provisiones. Y tú tendrás que seguirlos hacia allí, Momo. Cuando hayas encontrado su escondite, tendrás que impedirles que puedan acceder a sus provisiones. En cuanto se acaben sus cigarros, también se acabarán ellos. Pero entonces todavía te quedará una cosa por hacer, que podría ser la más difícil. Cuando haya desaparecido el último ladrón de tiempo, tendrás que dejar en libertad todo el tiempo robado. Porque sólo si vuelve a los hombres, el mundo dejará de estar detenido y yo podré volver a despertarme. Y para todo eso no tienes más que una sola hora. Momo miró perpleja al maestro “Hora”. No había contado con tal montaña de dificultades y peligros. —Aun así, ¿quieres intentarlo? —preguntó el maestro “Hora”—. Es la única y última posibilidad. Momo calló. Le parecía imposible poder hacer todo aquello. “Voy contigo”, leyó de pronto, en la coraza de “Casiopea”. ¡De qué le serviría la tortuga! Y, no obstante, era un rayo de esperanza para Momo. La idea de no estar del todo sola le daba valor. Cierto que era un valor sin ningún motivo razonable, pero hizo que, de pronto, pudiera decidirse. —Lo intentaré —dijo, decidida. El maestro “Hora” la miró largo rato y comenzó a sonreír. —Muchas cosas serán más sencillas de lo que parecen ahora. Has oído la voz de las estrellas. No has de tener miedo. Entonces se volvió a la tortuga y preguntó: —¿Así que tú, “Casiopea”, quieres ir con ella? “Claro”, apareció en el caparazón. La palabra desapareció y se formó la frase: “Alguien ha de cuidar de ella”. El maestro “Hora” y Momo se sonrieron. —¿También le darás una flor horaria? —preguntó Momo. —”Casiopea” no la necesita —explicó el maestro “Hora”, mientras le rascaba la cabeza—, es un ser de fuera del tiempo. Ella lleva su tiempo en sí misma. Podría seguir arrastrándose por el mundo aun cuando todo se hubiera detenido para siempre. —Bien —dijo Momo, en quien despertaba el deseo de la acción— , ¿qué hay que hacer ahora? —Ahora —contestó el maestro “Hora”—, vamos a despedirnos. Momo tragó saliva, para preguntar en voz baja: —¿Es que no nos veremos más? —Volveremos a vernos, Momo —repuso el maestro “Hora”—, y hasta entonces, cada hora de tu vida te traerá un saludo mío. Porque seguiremos siendo amigos, ¿no? —Sí —dijo Momo, y asintió. —Ahora me voy —prosiguió el maestro “Hora”— y no debes seguirme ni preguntarme a dónde voy. Porque mi sueño no es un sueño normal y es mejor que no estés presente. Una cosa más: en cuanto me haya ido, tienes que abrir en seguida las dos puertas, tanto la pequeña, en la que está mi nombre, como la grande, de metal verde, que conduce a la calle de “Jamás”. Porque en cuanto se pare el tiempo, todo se detendrá y ninguna fuerza del mundo podría abrir esas puertas. ¿Lo has entendido todo, mi niña? —Sí —dijo Momo—, pero, ¿cómo sabré que se ha detenido el tiempo? —No te preocupes; te darás cuenta. El maestro “Hora” se levantó, y también Momo se puso en pie. Le pasó suavemente la mano por la crespa cabellera. —Adiós, mi querida Momo —dijo—, me has dado una gran alegría al escucharme también a mí. —Les hablaré a todos de ti —contestó Momo—, más tarde. Y, de repente, el maestro “Hora” volvió a parecer inexplicablemente viejo, como aquel día en que la llevó al templo dorado, viejo como una roca o como un árbol secular. Se volvió y salió rápidamente de la habitación formada por las paredes posteriores de los relojes. Momo oyó sus pasos, cada vez más lejos, hasta que ya no se pudieron distinguir del tic—tac de los muchos relojes. Acaso se había hundido en ese tic—tac. Momo levantó a “Casiopea” y la apretó contra su cuerpo. Había empezado, irrevocablemente, su mayor aventura.

PINTORES DE LA PREHISTORIA

viernes, 27 de marzo de 2015

Este es el capítulo que os tenéis que leer en Semana Santa

CAPÍTULO XV MOMO: “ENCONTRADO Y PERDIDO”

Al día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano para
buscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio
residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado
de la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada
a caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde, le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy
anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda deCasiopea”.—¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh, tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso
chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora vive aquí.—¿Que buscas la casa de quién?De Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo
abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos reales.—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del
chaleco la retuvo por el cuello.—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si
hubiera tocado algo muy asqueroso.—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela puerta abierta.No —dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete ha perdido nada por aquí.Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo conoces?
Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama. ¿Sabes dónde está su casa?—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y movió la cabeza.
Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en el caparazón de
Casiopea”, pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un
muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro, de modo que no se podía mirar al interior. No seveía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.Me gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela tortuga.—¿Por qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo entrar. “Espera”, apareció como respuesta.Está bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera... si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel caparazón.Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó
pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica vez.—¿Estás bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció en el caparazón
la palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qvas a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía, de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a
toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para frenar después con
gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó al suelo.—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona; mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi
la recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó con ella por la calle.—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme,
¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía
estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qtiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar a las preguntas
de Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas
más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras de caras severas y muy maquilladas.—¿Se ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.No, no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga Momo!—¿Así que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos, o algo así; eso
hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.Pero a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?Deje en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su reloj.
Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.A nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.Sí, claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Apodremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de la
mano hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del maestro
Hora” y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse inclinó hacia adelante.Perdón —dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa. Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil que necesitamos
para su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar. Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.La verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión así.—¡Yo no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la cabeza, después sacó
del bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
Perdonen —dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos nervios destrozados.Está bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.Y ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.Una pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar. ¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista a la niña?—¡Basta! —chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces
habré de decirlo?Usted mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla señora— que no le hago la suficiente publicidad.Es verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!Es una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante, si...—¡No! —la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora cállese, por favor, mientras hablo con Momo.Un momento —contestó la señora con igual vehemencia—, setrata de “su” publicidad, no de la mía. Y deberíareflexionar si en los momentos actuales puede permitirse eldejar escapar una ocasión así.—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y ahora, se lo
suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por
los ojos.Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Unacosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en lavida son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy
tan harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo,
mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono lo quería.No paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la terminal. Allí ya
esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unosperiodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le
llenaron los ojos de lágrimas.Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede que entonces se me
vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas? Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará. Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón
por ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, queGigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de
nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos sellenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él
mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni
una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a “Casiopea”!Al día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano parabuscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse latortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio
residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado
de la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada
a caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde, le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy
anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda deCasiopea”.—¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh, tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso
chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora vive aquí.—¿Que buscas la casa de quién?De Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo
abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos reales.—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del
chaleco la retuvo por el cuello.—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si
hubiera tocado algo muy asqueroso.—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela puerta abierta.No —dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete ha perdido nada por aquí.Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo conoces?
Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama. ¿Sabes dónde está su casa?—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y movió la cabeza.
Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en el caparazón de
Casiopea”, pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un
muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro, de modo que no se podía mirar al interior. No seveía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.Me gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela tortuga.—¿Por qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo entrar. “Espera”, apareció como respuesta.Está bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera... si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel caparazón.Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó
pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica vez.—¿Estás bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció en el caparazón
la palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qvas a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía, de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a
toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para frenar después con
gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó al suelo.—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona; mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi
la recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó con ella por la calle.—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme,
¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía
estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qtiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar a las preguntas
de Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas
más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras de caras severas y muy maquilladas.—¿Se ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.No, no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga Momo!—¿Así que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos, o algo así; eso
hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.Pero a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?Deje en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su reloj.
Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.A nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.Sí, claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Apodremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de la
mano hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del maestro
Hora” y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse inclinó hacia adelante.Perdón —dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa. Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil que necesitamos
para su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar. Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.La verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión así.—¡Yo no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la cabeza, después sacó
del bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
Perdonen —dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos nervios destrozados.Está bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.Y ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.Una pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar. ¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista a la niña?—¡Basta! —chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces
habré de decirlo?Usted mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla señora— que no le hago la suficiente publicidad.Es verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!Es una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante, si...—¡No! —la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora cállese, por favor, mientras hablo con Momo.Un momento —contestó la señora con igual vehemencia—, se trata de “su” publicidad, no de la mía. Y debería reflexionar si en los momentos actuales puede permitirse el dejar escapar una ocasión así.—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y ahora, se lo
suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por
los ojos.Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Una cosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en la vida son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy
tan harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo,
mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono lo quería.No paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la terminal. Allí ya
esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unos periodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le
llenaron los ojos de lágrimas.Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede que entonces se me
vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas? Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará. Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón
por ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, que Gigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de
nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos se llenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él
mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni
una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a “Casiopea”