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viernes, 27 de marzo de 2015

Este es el capítulo que os tenéis que leer en Semana Santa

CAPÍTULO XV MOMO: “ENCONTRADO Y PERDIDO”

Al día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano para
buscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio
residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado
de la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada
a caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde, le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy
anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda deCasiopea”.—¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh, tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso
chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora vive aquí.—¿Que buscas la casa de quién?De Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo
abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos reales.—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del
chaleco la retuvo por el cuello.—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si
hubiera tocado algo muy asqueroso.—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela puerta abierta.No —dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete ha perdido nada por aquí.Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo conoces?
Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama. ¿Sabes dónde está su casa?—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y movió la cabeza.
Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en el caparazón de
Casiopea”, pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un
muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro, de modo que no se podía mirar al interior. No seveía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.Me gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela tortuga.—¿Por qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo entrar. “Espera”, apareció como respuesta.Está bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera... si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel caparazón.Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó
pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica vez.—¿Estás bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció en el caparazón
la palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qvas a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía, de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a
toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para frenar después con
gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó al suelo.—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona; mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi
la recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó con ella por la calle.—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme,
¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía
estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qtiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar a las preguntas
de Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas
más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras de caras severas y muy maquilladas.—¿Se ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.No, no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga Momo!—¿Así que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos, o algo así; eso
hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.Pero a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?Deje en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su reloj.
Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.A nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.Sí, claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Apodremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de la
mano hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del maestro
Hora” y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse inclinó hacia adelante.Perdón —dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa. Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil que necesitamos
para su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar. Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.La verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión así.—¡Yo no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la cabeza, después sacó
del bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
Perdonen —dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos nervios destrozados.Está bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.Y ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.Una pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar. ¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista a la niña?—¡Basta! —chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces
habré de decirlo?Usted mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla señora— que no le hago la suficiente publicidad.Es verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!Es una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante, si...—¡No! —la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora cállese, por favor, mientras hablo con Momo.Un momento —contestó la señora con igual vehemencia—, setrata de “su” publicidad, no de la mía. Y deberíareflexionar si en los momentos actuales puede permitirse eldejar escapar una ocasión así.—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y ahora, se lo
suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por
los ojos.Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Unacosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en lavida son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy
tan harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo,
mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono lo quería.No paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la terminal. Allí ya
esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unosperiodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le
llenaron los ojos de lágrimas.Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede que entonces se me
vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas? Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará. Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón
por ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, queGigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de
nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos sellenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él
mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni
una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a “Casiopea”!Al día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano parabuscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse latortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era un barrio
residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado
de la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada
a caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde, le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las calles eran muy
anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos, de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.Si supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda deCasiopea”.—¿Tú crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh, tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—. ¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un curioso
chaleco a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora vive aquí.—¿Que buscas la casa de quién?De Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había quedado algo
abierta, y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente. Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos reales.—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero el hombre del
chaleco la retuvo por el cuello.—¡Quieta! —dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si
hubiera tocado algo muy asqueroso.—¿Es tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela puerta abierta.No —dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete ha perdido nada por aquí.Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo conoces?
Por aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando, en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama. ¿Sabes dónde está su casa?—¿De verdad que te espera? —quiso saber el hombre.Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y movió la cabeza.
Esos artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en el caparazón de
Casiopea”, pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle, estaba rodeada de un
muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro, de modo que no se podía mirar al interior. No seveía por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.Me gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela tortuga.—¿Por qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo entrar. “Espera”, apareció como respuesta.Está bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera... si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel caparazón.Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó
pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica vez.—¿Estás bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció en el caparazón
la palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qvas a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía, de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la puerta y salió, a
toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para frenar después con
gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó al suelo.—¡Momo! —gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona; mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió hacia él. Gigi
la recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó con ella por la calle.—¿Te has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una prisa enorme,
¿entiendes? Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras. ¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía
estábamos todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qtiempos tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar a las preguntas
de Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche cuatro personas
más: un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras de caras severas y muy maquilladas.—¿Se ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.No, no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga Momo!—¿Así que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos, o algo así; eso
hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.Pero a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?Deje en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su reloj.
Si no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.Dios mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.A nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.Sí, claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Apodremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de la
mano hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del maestro
Hora” y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse inclinó hacia adelante.Perdón —dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa. Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil que necesitamos
para su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar. Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.La verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión así.—¡Yo no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la cabeza, después sacó
del bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
Perdonen —dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos nervios destrozados.Está bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.Y ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.Una pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar. ¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista a la niña?—¡Basta! —chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces
habré de decirlo?Usted mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla señora— que no le hago la suficiente publicidad.Es verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!Es una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante, si...—¡No! —la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora cállese, por favor, mientras hablo con Momo.Un momento —contestó la señora con igual vehemencia—, se trata de “su” publicidad, no de la mía. Y debería reflexionar si en los momentos actuales puede permitirse el dejar escapar una ocasión así.—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y ahora, se lo
suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por
los ojos.Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—. No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Una cosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en la vida son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy
tan harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
Lo único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba enfermo,
mortalmente enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono lo quería.No paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la terminal. Allí ya
esperaban a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unos periodistas le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le
llenaron los ojos de lágrimas.Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede que entonces se me
vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas? Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará. Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el corazón
por ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, que Gigi tenía que volver a ser Gigi y que no le serviría de
nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos se llenaron de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a las que él
mismo pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni
una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a “Casiopea”