CAPÍTULO XV MOMO: “ENCONTRADO Y PERDIDO”
Al día siguiente, Momo se puso en
camino bien temprano para
buscar
la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era
un barrio
residencial,
muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es
decir, al otro lado
de
la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo
estaba acostumbrada
a
caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde,
le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un
poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las
calles eran muy
anchas,
estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines,
detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles
seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos
jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos,
de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas
casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor
ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar
en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.—Si
supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala
tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda de“Casiopea”.—¿Tú
crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh,
tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—.
¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre
que llevaba un curioso
chaleco
a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica
llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:—Buenos
días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora
vive aquí.—¿Que
buscas la casa de quién?—De
Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo
con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había
quedado algo
abierta,
y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio
césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente.
Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos
reales.—¡Oh!
—gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero
el hombre del
chaleco
la retuvo por el cuello.—¡Quieta!
—dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con
su pañuelo, como si
hubiera
tocado algo muy asqueroso.—¿Es
tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela
puerta abierta.—No
—dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete
ha perdido nada por aquí.—Sí
—contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo
conoces?
—Por
aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse
volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando,
en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No
te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?—Pues
claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama.
¿Sabes dónde está su casa?—¿De
verdad que te espera? —quiso saber el hombre.—Sí
—dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque
como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y
movió la cabeza.
—Esos
artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen.
Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa
es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en
el caparazón de
“Casiopea”,
pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle,
estaba rodeada de un
muro
de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al
igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro,
de modo que no se podía mirar al interior. No seveía
por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.—Me
gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade
Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela
tortuga.—¿Por
qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo
entrar. “Espera”, apareció como respuesta.—Está
bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque
esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera...
si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel
caparazón.Así que Momo se sentó justo delante
de la puerta y esperó
pacientemente.
Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó
a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica
vez.—¿Estás
bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció
en el caparazón
la
palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué
quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Quévas
a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía,
de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la
puerta y salió, a
toda
marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto
de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para
frenar después con
gran
chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó
al suelo.—¡Momo!
—gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona;
mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió
hacia él. Gigi
la
recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó
con ella por la calle.—¿Te
has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo
que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una
prisa enorme,
¿entiendes?
Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste
tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras.
¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y
has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque
contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras
tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué
hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en
que todavía
estábamos
todos juntos y yo os contaba historias. ¡Quétiempos
tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar
a las preguntas
de
Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó
a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes,
tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le
resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche
cuatro personas
más:
un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras
de caras severas y muy maquilladas.—¿Se
ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.—No,
no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por
qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero
si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga
Momo!—¿Así
que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala
tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus
invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos,
o algo así; eso
hará
mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!—No
—dijo Gigi—, no me gustaría eso.—Pero
a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora,
a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?—Deje
en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su
reloj.
—Si
no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede
las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.—Dios
mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar
unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto
tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.—A
nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—.
Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga
para que le organicemos sus citas, estimado jefe.—Sí,
claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué,
Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Asípodremos
hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará
a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino
que la llevó de la
mano
hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento
posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa
Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.—Bien
—dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo
desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería
empezar a hablar del maestro
“Hora”
y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse
inclinó hacia adelante.—Perdón
—dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa.
Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil
que necesitamos
para
su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar.
Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es
que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero
que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.—La
verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—.
Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión
así.—¡Yo
no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia
Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas,
pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la
cabeza, después sacó
del
bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella
una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las
señoras:
—Perdonen
—dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos
nervios destrozados.—Está
bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.—Y
ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto
torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.—Una
pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió
la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar.
¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista
a la niña?—¡Basta!
—chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante
para mí. ¿Cuántas veces
habré
de decirlo?—Usted
mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla
señora— que no le hago la suficiente publicidad.—Es
verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!—Es
una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala
gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante,
si...—¡No!
—la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora
cállese, por favor, mientras hablo con Momo.—Un
momento —contestó la señora con igual vehemencia—, setrata
de “su” publicidad, no de la mía. Y deberíareflexionar
si en los momentos actuales puede permitirse eldejar
escapar una ocasión así.—¡No!
—gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del
juego. Y ahora, se lo
suplico,
déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó
la mano, agotado, por
los
ojos.—Ya
lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—.
No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Unacosa
te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en lavida
son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre
como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a
aprenderlo. Estoy
tan
harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
—Lo
único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar
nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero
por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera
a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin
ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero
quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor
lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás
entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba
enfermo,
mortalmente
enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos
a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono
lo quería.—No
paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por
fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la
terminal. Allí ya
esperaban
a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unosperiodistas
le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas
le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren
pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró.
De repente se le
llenaron
los ojos de lágrimas.—Escúchame,
Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran
oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje
y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás
de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede
que entonces se me
vuelvan
a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas?
Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará.
Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi.
Le dolía el corazón
por
ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, queGigi tenía que volver a ser Gigi y
que no le serviría de
nada
el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos sellenaron
de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a
las que él
mismo
pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla
mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo
no había podido decir ni
una
sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía
que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la
salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también
había perdido a “Casiopea”!Al día siguiente, Momo se puso en
camino bien temprano parabuscar
la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse latortuga.Momo sabía dónde estaba la colina verde. Era
un barrio
residencial,
muy lejos de la zona del viejo anfiteatro.Estaba cerca de los barrios nuevos, es
decir, al otro lado
de
la gran ciudad.Era un largo camino. Es cierto que Momo
estaba acostumbrada
a
caminar descalza, pero cuando por fin llegó a la colinaverde,
le dolían los pies.Se sentó en el bordillo para descansar un
poquito.
Era realmente un barrio muy distinguido. Las
calles eran muy
anchas,
estaban muy limpias y casi desiertas. En losjardines,
detrás de los muros y de las rejas de hierro,árboles
seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, enlos
jardines, eran por lo general edificios alargados,chatos,
de hormigón y cristal. El césped afeitado delante delas
casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en él. Peropor
ningún lado se veía pasear a nadie por los jardines nijugar
en el césped. Puede que sus habitantes no tuvierantiempo.—Si
supiera cómo descubrir dónde vive Gigi —le dijo Momo ala
tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la espalda de“Casiopea”.—¿Tú
crees? —preguntó Momo, esperanzada.—¡Eh,
tú, cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella—.
¿Qué haces aquí?Momo se volvió. Había allí un hombre
que llevaba un curioso
chaleco
a rayas. Momo no sabía que los criados de la genterica
llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:—Buenos
días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho queahora
vive aquí.—¿Que
buscas la casa de quién?—De
Gigi Cicerone. Es mi amigo.El hombre del chaleco a rayas miró a Momo
con desconfianza.
Detrás de él, la puerta de hierro había
quedado algo
abierta,
y Momo pudo echar una mirada al jardín. Vio unamplio
césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba unafuente.
Sobre un árbol en flor estaba posada una pareja depavos
reales.—¡Oh!
—gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!Quiso entrar para verlos más de cerca, pero
el hombre del
chaleco
la retuvo por el cuello.—¡Quieta!
—dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!Soltó a Momo y se limpió la mano con
su pañuelo, como si
hubiera
tocado algo muy asqueroso.—¿Es
tuyo todo esto? —preguntó Momo, señalando a través dela
puerta abierta.—No
—dijo el hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate! No sete
ha perdido nada por aquí.—Sí
—contestó Momo, con tesón—, he de buscar a GigiCicerone. Me espera. ¿No lo
conoces?
—Por
aquí no hay cicerones —replicó el hombre del chaleco yse
volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta,cuando,
en el último momento, se le ocurrió algo.—¿No
te referirás acaso a Girolamo, el famoso narrador?—Pues
claro, Gigi Cicerone —contestó Momo, alegre—, así sellama.
¿Sabes dónde está su casa?—¿De
verdad que te espera? —quiso saber el hombre.—Sí
—dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo loque
como en casa de Nino.El hombre del chaleco arqueó las cejas y
movió la cabeza.
—Esos
artistas —dijo, agrio—, qué caprichos tan tontostienen.
Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, sucasa
es la última de allí arriba, en esta calle.Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en
el caparazón de
“Casiopea”,
pero las letras desaparecieron enseguida.La última casa, en lo alto de la calle,
estaba rodeada de un
muro
de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín,al
igual que la del hombre del chaleco, era de planchas dehierro,
de modo que no se podía mirar al interior. No seveía
por ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.—Me
gustaría saber —dijo Momo— si ésta es de verdad la casade
Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón dela
tortuga.—¿Por
qué está todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así nopuedo
entrar. “Espera”, apareció como respuesta.—Está
bien —dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tengaque
esperar mucho. Cómo ha de saber Gigi que estoy aquífuera...
si es que está dentro. “Ya viene”, se podía leer enel
caparazón.Así que Momo se sentó justo delante
de la puerta y esperó
pacientemente.
Durante mucho rato no pasó nada, y Momocomenzó
a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado estaúnica
vez.—¿Estás
bien segura? —preguntó al rato.En lugar de la respuesta esperada apareció
en el caparazón
la
palabra “Adiós”.Momo se asustó.
—¿Qué
quieres decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Quévas
a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmáticatodavía,
de “Casiopea”.En ese momento se abrió, de repente, la
puerta y salió, a
toda
marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempojusto
de salvarse con un salto hacia atrás y cayó.El coche siguió su camino un poco para
frenar después con
gran
chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigisaltó
al suelo.—¡Momo!
—gritó, con los brazos extendidos—. Es Momo enpersona;
mi pequeña Momo.Momo se había levantado de un salto y corrió
hacia él. Gigi
la
recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos ybailó
con ella por la calle.—¿Te
has hecho daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperólo
que ella pudiera decir, sino que siguió hablando,excitadísimo—:Me sabe mal haberte asustado, pero tengo una
prisa enorme,
¿entiendes?
Ya vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has estado todoeste
tiempo? Tienes que contármelo todo. Ya no creía quevolvieras.
¿Has encontrado mi carta? ¿Sí? ¿Estaba todavía?¿Y
has ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemosque
contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosasmientras
tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla! Y el viejo Beppo,¿qué
hace? Hace siglos que no le veo. ¿Y los niños? ¿Sabes,Momo?, muchas veces pienso en la época en
que todavía
estábamos
todos juntos y yo os contaba historias. ¡Quétiempos
tan bonitos! Pero ahora todo, todo es diferente.Momo había intentado varias veces contestar
a las preguntas
de
Gigi. Pero él no interrumpía su torrente de palabras, selimitó
a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto deantes,
tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera,le
resultaba muy extraño.Mientras tanto, se habían apeado del coche
cuatro personas
más:
un hombre con un uniforme de cuero de chófer y tresseñoras
de caras severas y muy maquilladas.—¿Se
ha hecho daño? —preguntó una, más reprochadora quepreocupada.—No,
no, nada —aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.—¿Por
qué vagabundea delante de la puerta? —dijo la segundaseñora.—¡Pero
si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi viejaamiga
Momo!—¿Así
que esa niña existe de verdad? —preguntó sorprendidala
tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una desus
invenciones. Podíamos pasarlo en seguida a la prensa.Reencuentro con la princesa de los cuentos,
o algo así; eso
hará
mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué golpe!—No
—dijo Gigi—, no me gustaría eso.—Pero
a ti, pequeña —la primera señora se volvió, sonriendoahora,
a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos,¿verdad?—Deje
en paz a la niña —dijo Gigi, molesto.La segunda señora echó una mirada a su
reloj.
—Si
no vamos a toda velocidad, el avión se nos irá delantede
las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.—Dios
mío —contestó Gigi, nervioso—, es que ya no puedohablar
unas palabras con tranquilidad con Momo, después detanto
tiempo. Ya lo ves, Momo, que esos negreros no medejan.—A
nosotras nos es igual —replicó puntillosa, la segundaseñora—.
Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nospaga
para que le organicemos sus citas, estimado jefe.—Sí,
claro, claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabesqué,
Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Asípodremos
hablar por el camino. Y, después, mi chófer tellevará
a casa. ¿De acuerdo?No esperó a que Momo contestara, sino
que la llevó de la
mano
hacia el coche. Las tres señoras se sentaron en elasiento
posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentóa
Momo en sus rodillas. Se pusieron en marcha.—Bien
—dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden.¿Cómo
desapareciste tan de repente?Precisamente cuando Momo quería
empezar a hablar del maestro
“Hora”
y sus flores horarias, fue cuando una de las señorasse
inclinó hacia adelante.—Perdón
—dijo—, pero se me acaba de ocurrir una ideafabulosa.
Deberíamos presentar a Momo a la “Public Film”.Sería exactamente la nueva estrella infantil
que necesitamos
para
su historia de vagabundos, que pronto se empezará arodar.
Imagínese qué sensación: Momo interpreta a Momo.—¿Es
que no me has entendido? —preguntó Gigi con dureza—. Noquiero
que, bajo ningún concepto, mezcle a la niña en eso.—La
verdad, no sé lo que quiere —respondió la señora,ofendida—.
Cualquier otro se chuparía los dedos por unaocasión
así.—¡Yo
no soy cualquier otro! —gritó Gigi encolerizado. Vueltohacia
Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que no loentiendas,
pero no quiero que esa jauría también te agarre ati.Ahora estaban ofendidas las tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las manos a la
cabeza, después sacó
del
bolsillo de su chaleco una cajita de plata, extrajo deella
una píldora y se la tomó.Durante unos minutos nadie dijo nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las
señoras:
—Perdonen
—dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengolos
nervios destrozados.—Está
bien, ya estamos acostumbradas —dijo la primeraseñora.—Y
ahora —prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa untanto
torcida—, sólo hablaremos de nosotros, Momo.—Una
pregunta más, antes de que sea demasiado tarde —interrumpió
la segunda señora—. Es que estamos a punto dellegar.
¿No me podría dejar que le hiciera rápidamente unaentrevista
a la niña?—¡Basta!
—chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora conMomo, y en privado. Es importante
para mí. ¿Cuántas veces
habré
de decirlo?—Usted
mismo siempre nos reprocha —replicó, iracunda tambiénla
señora— que no le hago la suficiente publicidad.—Es
verdad —sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora no!—Es
una verdadera lástima —opinó la señora—. Haría llorar ala
gente. Pero como usted quiera. Podemos dejarlo para másadelante,
si...—¡No!
—la interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y,ahora
cállese, por favor, mientras hablo con Momo.—Un
momento —contestó la señora con igual vehemencia—, se trata
de “su” publicidad, no de la mía. Y debería reflexionar
si en los momentos actuales puede permitirse el dejar
escapar una ocasión así.—¡No!
—gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir.Pero dejaremos a Momo fuera del
juego. Y ahora, se lo
suplico,
déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.Las señoras se callaron. Gigi se pasó
la mano, agotado, por
los
ojos.—Ya
lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una risita amarga—.
No puedo volverme atrás, ni aunque quisiera. Se acabó. Una cosa
te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en la vida
son las ilusiones que se cumplen. Por lo menos, cuandoocurre
como en mi caso. Ya no me queda nada con qué soñar.Ni siquiera entre vosotros podría volver a
aprenderlo. Estoy
tan
harto de todo.Miró por la ventanilla, triste.
—Lo
único que todavía podría hacer sería cerrar la boca, nocontar
nada más, enmudecer, quizá hasta el fin de mi vida,pero
por lo menos hasta que se me hubiera olvidado yvolviera
a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, ysin
ilusiones... No, Momo, eso será el infierno. Por esoprefiero
quedarme donde estoy. También es un infierno, peropor
lo menos es cómodo... ¡Qué tonterías estoy diciendo! Nopodrás
entenderlo.Momo sólo le miraba y entendía que estaba
enfermo,
mortalmente
enfermo. Intuía que los hombres grises no eranajenos
a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismono
lo quería.—No
paro de hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora,por
fin, qué te ha ocurrido a ti mientras tanto, Momo.En ese momento, el coche paró ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron hacia la
terminal. Allí ya
esperaban
a Gigi algunas azafatas uniformadas. Unos periodistas
le fotografiaban y le hacían preguntas. Pero lasazafatas
le daban prisa, porque el avión tenía que despegaren
pocos minutos.Gigi se inclinó hacia Momo y la miró.
De repente se le
llenaron
los ojos de lágrimas.—Escúchame,
Momo —dijo en voz tan baja que los demás nopudieran
oírlo—, quédate conmigo. Te llevo conmigo en esteviaje
y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa yvestirás
de seda y terciopelo como una princesa de verdad.Sólo tendrás que escucharme. Puede
que entonces se me
vuelvan
a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿teacuerdas?
Sólo tienes que decir que sí, Momo, y todo searreglará.
Por favor, ayúdame.A Momo le habría gustado ayudar a Gigi.
Le dolía el corazón
por
ello. Pero sentía que ése no era el buen camino, que Gigi tenía que volver a ser Gigi y
que no le serviría de
nada
el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos se llenaron
de lágrimas. Movió la cabeza. Y Gigi la entendió.Asintió, triste, mientras que las señoras, a
las que él
mismo
pagaba para eso, se le llevaron. Volvió a saludar conla
mano, desde lejos. Momo le devolvió el saludo, y ya habíadesaparecido.Durante su encuentro con Gigi, Momo
no había podido decir ni
una
sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Leparecía
que ahora, cuando le había encontrado, le había perdido de verdad.Se volvió lentamente y se dirigió a la
salida de la terminal. De pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también
había perdido a “Casiopea”
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