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miércoles, 15 de abril de 2015
Capitulo 19 de MOMO
Capitulo XIX
Los encerrados han de decidirse
Hablaba una voz suave.
Momo salió lentamente de la profundidad de su sueño. Se
sentía refrescada y descansada de modo maravilloso.
—La niña no tiene la culpa —oyó decir a la voz—, pero tú,
“Casiopea”, ¿por qué lo has hecho?
Momo abrió los ojos. Junto a la mesita, delante del sofá,
estaba sentado el maestro “Hora”. Miraba con cara
apesadumbrada hacia el suelo, donde estaba la tortuga.
—¿No podías imaginarte que los hombres grises os seguirían?
“Sólo preveo”, apareció en el caparazón de la tortuga, “No
medito”.
El maestro “hora” movió la cabeza, suspirando.
—¡Ay, “Casiopea”! A veces eres un enigma incluso para mí.
Momo se sentó.
—¡Ajá! Nuestra pequeña Momo ha despertado —dijo,
amablemente, el maestro “Hora”—. Espero que te encuentres
bien.
—Muy bien, gracias —contestó Momo—. Perdona que me haya
dormido aquí.
—No te preocupes —contestó el maestro “Hora”—. Está bien. No
hace falta que me digas nada. En la medida en que no lo haya
observado yo mismo por las gafas de visión total, “Casiopea”
me lo ha contado todo.
—¿Y qué hay de los hombres grises? —preguntó Momo.
El maestro “Hora” sacó del bolsillo un gran pañuelo azul.
—Nos sitian. Han rodeado totalmente la casa de “Ninguna
Parte”. Hasta donde pueden acercarse, claro.
—No pueden entrar aquí, ¿verdad? —preguntó Momo.
El maestro “Hora” se sonó.
—No. Tú misma has visto cómo se disuelven en la nada en
cuanto pisan la calle de “Jamás”.
—¿Y cómo es eso? —quiso saber Momo.
—Es por la aspiración del tiempo —contestó el maestro
“Hora”—. Sabes que allí hay que hacerlo todo al revés, ¿no?
Y es que alrededor de la casa de “Ninguna Parte”, el tiempo
corre al revés. Normalmente, el tiempo entra en ti. Por
tener cada vez más tiempo dentro de ti, envejeces. Pero en
la calle de “Jamás”, el tiempo sale de ti. Se puede decir
que te has vuelto más joven mientras la recorrías. No mucho,
sólo el tiempo que tardabas en recorrerla.
—No me he dado cuenta de nada —dijo Momo, sorprendida.
—Claro —explicó el maestro “Hora”, sonriendo—; para un
hombre, apenas significa nada, porque es muchas cosas más,
además del tiempo que hay en él. Pero con los hombres grises
es otra cosa. Sólo se componen del tiempo robado. Y éste se
les escapa en un instante si entran en la aspiración del
tiempo, igual que el aire de un globo pinchado. Pero del
globo queda, por lo menos, la funda; de ellos, nada.
Momo pensaba concentradamente. Al cabo de un rato preguntó:
—¿No se podría hacer correr al revés todo el tiempo? Sólo
por un ratito, claro. Todos los hombres serían un poco más
jóvenes, pero eso no importaría. Pero los ladrones de tiempo
se disolverían en la nada.
El maestro “Hora” sonrió.
—Sería bonito. Pero no va. Las dos corrientes se mantienen
en equilibrio. Si se elimina la una, desaparece la otra.
Entonces no habría tiempo...
Calló y se subió a la frente las gafas de visión total.
—Esto quiere decir... —murmuró, se levantó, y recorrió
algunas veces, pensativo, la salita. Momo le observaba,
tensa, y también “Casiopea” le seguía con la vista.
Finalmente se sentó de nuevo y miró, atento, a Momo.
—Me has dado una idea —dijo—, pero el llevarla a la práctica
no depende sólo de mí.
Se dirigió a la tortuga, que seguía a sus pies:
—”Casiopea”, querida, ¿qué crees que es lo mejor que se
puede hacer durante el asedio? “Desayunar”, fue la respuesta
que apareció en el caparazón.
—Sí —dijo el maestro “Hora”—, no es mala idea.
Al momento estaba puesta la mesa. ¿O acaso ya lo había
estado todo el tiempo, sin que Momo se hubiera dado cuenta?
En cualquier caso, ahí volvían a estar las tacitas de oro y
todo el resto del desayuno: la jarrita del chocolate
humeante, la miel, la mantequilla y los panecillos tiernos.
En el tiempo transcurrido, Momo había recordado con
frecuencia estas deliciosas cosas y comenzó, en seguida, a
comer a dos carrillos. Y esta vez le gustó más aún que la
primera. Por cierto que esta vez también el maestro “Hora”
comió con apetito.
—Quieren —dijo Momo al ratito, masticando con entusiasmo—
que les des todo el tiempo de todos los hombres. Pero no lo
harás, ¿verdad?
—No, Momo —contestó el maestro “Hora”—, no lo haré nunca. El
tiempo ha comenzado una vez y acabará una vez, cuando los
hombres no lo necesiten más. De mí, los hombres grises no
recibirán el más breve instante.
—Pero dicen —prosiguió Momo— que pueden obligarte.
—Antes de que sigamos hablando de ello —dijo, serio—,
quisiera que los vieras tú misma.
Se quitó las gafas de oro y se las pasó a Momo, que se las
puso.
Al principio vio de nuevo los torbellinos de formas y
colores, que le daban mareos, como la primera vez. Pero esta
vez pasó pronto. Al cabo de un momento sus ojos ya se habían
adaptado a la visión total.
¡Y ahora vio el ejército de sitiadores!
Los hombres grises estaban, codo con codo, en una hilera
interminable. No sólo estaban ante la calle de “Jamás”, sino
en un gran círculo que se tendía a través del barrio de las
casas blancas y cuyo centro era la casa de “Ninguna Parte”.
Estaban totalmente rodeados.
Pero entonces Momo se dio cuenta de otra cosa más, algo
raro. Primero creyó que los cristales de las gafas de visión
total estaban algo empañados, o que todavía no sabía mirar
bien, porque una niebla gris hacía que los hombres grises se
vieran como desvaídos. Pero entonces comprendió que esa
niebla no tenía nada que ver con las gafas ni con sus ojos,
sino que nacía allí, en la calle. En algunos lugares ya era
densa y opaca, en otros sólo empezaba a formarse.
Los hombres grises estaban inmóviles. Cada uno llevaba, como
siempre, su bombín, su cartera y, en la boca, humeaba el
pequeño cigarro gris. Pero las nubes de humo no se
difuminaban, tal como lo hacían en el aire normal. Aquí,
donde no se movía el más leve viento, en este aire vítreo,
el humo se tendía como espesas telarañas, se arrastraba por
las calles, subía por las fachadas de las casas blancas y se
tendía en largas banderas de balcón a balcón. Se reunía en
jirones repugnantes, azul—verdosos, que se apilaban cada vez
a mayor altura y rodeaban la casa de “Ninguna Parte” con una
muralla que crecía sin parar.
Momo vio también que de vez en cuando llegaban hombres
grises nuevos, que se colocaban en la hilera y relevaban a
otros. Pero, ¿por qué hacían eso? ¿Qué plan tenían los
ladrones de tiempo? Se quitó las gafas y miró interrogadora
al maestro “Hora”.
—¿Has visto bastante? —preguntó éste—. Entonces, devuélveme
las gafas.
Mientras él se las ponía, prosiguió:
—Has preguntado si me pueden obligar. A mí no pueden
alcanzarme. Pero pueden causarles a los hombres un daño
mayor que todo lo que han hecho hasta ahora. Con eso
intentan hacerme chantaje.
—¿Algo peor? —preguntó Momo, asustada.
El maestro “Hora” asintió:
—Yo adjudico su tiempo a cada hombre. Contra eso no pueden
hacer nada los hombres grises. Tampoco pueden detener el
tiempo que yo envío. Pero pueden envenenarlo.
—¿Envenenar el tiempo? —preguntó Momo, espantada.
—Con el humo de sus cigarros —explicó el maestro “Hora”—. Te
dije una vez que cada hombre posee un templo dorado del
tiempo porque tiene corazón. Si los hombres permiten la
entrada en él de los hombres grises, éstos consiguen hacerse
con más y más de aquellas flores. Pero las flores horarias
arrancadas del corazón de un hombre no pueden morir, porque
no se han marchitado de verdad. Pero tampoco pueden vivir,
porque están separadas de su verdadero propietario. Con
todas las fibras de su ser tienden a volver al hombre al que
pertenecen.
Momo escuchaba, sin aliento.
—Has de saber, Momo, que también el mal tiene su secreto. No
sé dónde guardan los hombres grises las flores horarias
robadas. Sólo sé que las congelan mediante su propio frío,
hasta que las flores se quedan rígidas como copas de
cristal. Esto les impide volver. En algún lugar, bajo suelo,
debe haber unos almacenes enormes, donde está todo el tiempo
congelado. Pero ni aun así mueren las flores horarias.
Las mejillas de Momo empezaron a brillar de enfado.
—Los hombres grises se aprovisionan en estos almacenes. Les
arrancan los pétalos a las flores horarias, hasta que se
vuelven grises y duras. Con eso se hacen sus pequeños
cigarros. Pero hasta este momento todavía queda un poco de
vida en los pétalos. Y el tiempo vivo es indigerible para
los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los
fuman. Porque sólo en el humo está totalmente muerto el
tiempo. Y de ese tiempo muerto viven.
Momo se había levantado.
—¡Ah! —exclamó—. Todo ese tiempo muerto...
—Sí. Esa muralla de humo que están haciendo crecer alrededor
de la casa de “Ninguna Parte”, se compone de tiempo muerto.
Todavía queda cielo abierto suficiente, todavía puedo
hacerles llegar a los hombres su tiempo no contaminado. Pero
cuando la campana de humo se haya cerrado a nuestro
alrededor y encima de nosotros, en cada hora que yo envíe se
mezclará un poco del tiempo muerto, fantasmal, de los
hombres grises. Y cuando los hombres lo reciban, enfermarán
de muerte.
Momo miraba fijamente al maestro “Hora”. En voz baja
preguntó:
—¿Qué enfermedad es ésa?
—Al principio apenas se nota. Un día, ya no se tiene ganas
de hacer nada. Nada le interesa a uno, se aburre. Y esa
desgana no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace
peor de día en día, de semana en semana. Uno se siente cada
vez más descontento, más vacío, más insatisfecho con uno
mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este
sentimiento y ya no se siente nada. Uno se vuelve totalmente
indiferente y gris, todo el mundo parece extraño y ya no
importa nada. Ya no hay ira ni entusiasmo, uno ya no puede
alegrarse ni entristecerse, se olvida de reír y llorar.
Entonces se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede
querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la
enfermedad es incurable. Ya no hay retorno. Se corre de un
lado a otro con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno
igual que los propios hombres grises. Se es uno de ellos.
Esta enfermedad se llama aburrimiento mortal.
Momo sintió un escalofrío.
—Y si no le das el tiempo de todos los hombres —preguntó—,
¿harán que todos los hombres se vuelvan como ellos?
—Sí —contestó el maestro “Hora”—. Con eso quieren
chantajearme.
Se levantó y se volvió.
—Hasta ahora he esperado que los hombres hicieran alguna
cosa por su propia cuenta para librarse de estos parásitos.
Habrían podido hacerlo, porque ellos mismos han ayudado a
darles la existencia. Pero ahora no puedo esperar más. Tengo
que hacer algo. Pero no puedo hacerlo solo.
Miró a Momo.
—¿Quieres ayudarme?
—Sí —susurró Momo.
—Tengo que enviarte a un peligro que no se puede calibrar
siquiera —dijo el maestro “Hora”—, y dependerá de ti, Momo,
el que el mundo se quede parado para siempre o vuelva a
cobrar vida. ¿Querrás atreverte?
—Sí —repitió Momo, y esta vez su voz sonó firme.
—Entonces —dijo el maestro “Hora”—, presta mucha atención a
lo que te digo, porque estarás totalmemte sola y yo no podré
ayudarte más. Ni yo ni nadie.
Momo asintió y miró al maestro “Hora” con gran atención.
—Has de saber —empezó— que yo nunca duermo. Si yo durmiera,
se acabaría, en el mismo instante, todo el tiempo. El mundo
se pararía. Pero si no hay tiempo, los hombres grises ya no
pueden robar a nadie. Cierto que pueden seguir existiendo un
rato, porque tienen grandes reservas de tiempo. Pero cuando
éstas se hayan consumido, se disolverán en la nada.
—Pero entonces —opinó Momo—, es muy sencillo.
—Por desgracia, no es tan sencillo; por eso necesito tu
ayuda, mi niña. Porque si no hay más tiempo, yo tampoco
puedo volver a despertar. Con eso, el mundo se quedaría
quieto y rígido por toda la eternidad. Pero tengo la
facultad, Momo, de darte a ti, sólo a ti, una flor horaria.
Pero sólo una, porque sólo florece una cada vez. Así que,
cuando se hubiera acabado todo el tiempo del mundo, tú
todavía tendrías una hora.
—Pero entonces podría despertarte —dijo Momo.
—Con eso sólo —opuso el maestro “Hora”, no habríamos
conseguido nada, porque las provisiones de los hombres
grises son mucho mayores. En una sola hora no habrían
gastado apenas nada de ellas. Todavía existirían. Los
problemas que has de resolver son mucho mayores. En cuanto
los hombres grises se den cuenta de que se ha acabado el
tiempo —y se darán cuenta pronto, porque se quedarán sin
aprovisionamiento de cigarros— levantarán el sitio y
correrán hacia sus provisiones. Y tú tendrás que seguirlos
hacia allí, Momo. Cuando hayas encontrado su escondite,
tendrás que impedirles que puedan acceder a sus provisiones.
En cuanto se acaben sus cigarros, también se acabarán ellos.
Pero entonces todavía te quedará una cosa por hacer, que
podría ser la más difícil. Cuando haya desaparecido el
último ladrón de tiempo, tendrás que dejar en libertad todo
el tiempo robado. Porque sólo si vuelve a los hombres, el
mundo dejará de estar detenido y yo podré volver a
despertarme. Y para todo eso no tienes más que una sola
hora.
Momo miró perpleja al maestro “Hora”. No había contado con
tal montaña de dificultades y peligros.
—Aun así, ¿quieres intentarlo? —preguntó el maestro “Hora”—.
Es la única y última posibilidad.
Momo calló.
Le parecía imposible poder hacer todo aquello. “Voy
contigo”, leyó de pronto, en la coraza de “Casiopea”.
¡De qué le serviría la tortuga! Y, no obstante, era un rayo
de esperanza para Momo. La idea de no estar del todo sola le
daba valor. Cierto que era un valor sin ningún motivo
razonable, pero hizo que, de pronto, pudiera decidirse.
—Lo intentaré —dijo, decidida.
El maestro “Hora” la miró largo rato y comenzó a sonreír.
—Muchas cosas serán más sencillas de lo que parecen ahora.
Has oído la voz de las estrellas. No has de tener miedo.
Entonces se volvió a la tortuga y preguntó:
—¿Así que tú, “Casiopea”, quieres ir con ella? “Claro”,
apareció en el caparazón. La palabra desapareció y se formó
la frase: “Alguien ha de cuidar de ella”.
El maestro “Hora” y Momo se sonrieron.
—¿También le darás una flor horaria? —preguntó Momo.
—”Casiopea” no la necesita —explicó el maestro “Hora”,
mientras le rascaba la cabeza—, es un ser de fuera del
tiempo. Ella lleva su tiempo en sí misma. Podría seguir
arrastrándose por el mundo aun cuando todo se hubiera
detenido para siempre.
—Bien —dijo Momo, en quien despertaba el deseo de la acción—
, ¿qué hay que hacer ahora?
—Ahora —contestó el maestro “Hora”—, vamos a despedirnos.
Momo tragó saliva, para preguntar en voz baja:
—¿Es que no nos veremos más?
—Volveremos a vernos, Momo —repuso el maestro “Hora”—, y
hasta entonces, cada hora de tu vida te traerá un saludo
mío. Porque seguiremos siendo amigos, ¿no?
—Sí —dijo Momo, y asintió.
—Ahora me voy —prosiguió el maestro “Hora”— y no debes
seguirme ni preguntarme a dónde voy. Porque mi sueño no es
un sueño normal y es mejor que no estés presente. Una cosa
más: en cuanto me haya ido, tienes que abrir en seguida las
dos puertas, tanto la pequeña, en la que está mi nombre,
como la grande, de metal verde, que conduce a la calle de
“Jamás”. Porque en cuanto se pare el tiempo, todo se
detendrá y ninguna fuerza del mundo podría abrir esas
puertas. ¿Lo has entendido todo, mi niña?
—Sí —dijo Momo—, pero, ¿cómo sabré que se ha detenido el
tiempo?
—No te preocupes; te darás cuenta.
El maestro “Hora” se levantó, y también Momo se puso en pie.
Le pasó suavemente la mano por la crespa cabellera.
—Adiós, mi querida Momo —dijo—, me has dado una gran alegría
al escucharme también a mí.
—Les hablaré a todos de ti —contestó Momo—, más tarde.
Y, de repente, el maestro “Hora” volvió a parecer
inexplicablemente viejo, como aquel día en que la llevó al
templo dorado, viejo como una roca o como un árbol secular.
Se volvió y salió rápidamente de la habitación formada por
las paredes posteriores de los relojes. Momo oyó sus pasos,
cada vez más lejos, hasta que ya no se pudieron distinguir
del tic—tac de los muchos relojes. Acaso se había hundido en
ese tic—tac.
Momo levantó a “Casiopea” y la apretó contra su cuerpo.
Había empezado, irrevocablemente, su mayor aventura.
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